¡Feliz cumpleaños, Dalai Lama!
Cuando conocí a su Santidad el Dalai Lama, tenía diecinueve años. Yo no sabía prácticamente nada de budismo y era muy inocente (por no decir muy tontita). Mi camino en aquel entonces era muy claro: yo era hinduista y el destino me había hecho vivir en un pueblo budista en las faldas de los Himalayas, pero yo no seguía las enseñanzas de Shakyamuni (o eso era lo que yo pensaba). Imaginaba que conocer al “Dalai” sería una linda experiencia y fui a verlo, más por curiosidad que por otra cosa. Me permitieron entrar a su jardín y él me recibió con una gran sonrisa, me tomó de la cabeza y acercó su frente a la mía, después colocó en mi cuello un tela de seda blanca y se despidió. Yo regresé contenta a mi casa de aquel entonces y continué con mi vida cotidiana, estudiando ayurveda y cocina india.
Hace poco tuve la gran fortuna de volver a verlo, pero esta vez yo no partía desde la soberbia propia de la juventud, sino que lo recibí con el corazón abierto de gratitud por poder estar en su pueblo, el pueblo de su gente, con mis dos hijos, quienes sin saberlo, son enormemente bendecidos de estar rodeados de grandes seres y enseñanzas a tan corta edad. El caso es que esta vez su Santidad apareció de la manera más inesperada: bajó del avión que el grupo de personas que viajaron conmigo en un Tour y yo tomaríamos para volver a Nueva Delhi y de ahí a México. La atmósfera en el pequeño aeropuerto de Dharamsala se tornó extraña: todos empezaron a atiborrarse en las ventanas con cámaras y celulares en las manos y de pronto vimos que descendió de un pequeño avión comercial de la aerolínea de moda en India “Spicejet” un personaje vestido de rojo azafrán. ¡Jamás imaginé que un ser así viajara en aviones comunes y corrientes! ¡Ja, ja! El caminó bajo la protección de una sombrilla amarilla y miró con total amor y respeto a todos los que estábamos en los cristales que daban a la pista de aterrizaje, como niños pegados a un aparador de dulces. Vi gente llorar y gritar de emoción, pero sobre todo me vi a mi misma y a mi mejor amiga, abrazadas, llorando de puro amor, puritito amor y agradecimiento durante lo que se percibió como un tiempo y un espacio infinitos. Hacía mucho que mi corazón no se suavizaba tanto ante la presencia de un gran ser. Me subí al avión en donde él acaba de viajar y no podía dejar de sentir la humedad en mi ser, expresada en lágrimas dulces. Sentía que su energía seguía permeando cada uno de los asientos en los que nos sentamos y que el oxígeno que circulaba por ahí era el mismo que había respirado el Santo (porque eso es para mí) y estaba reverberando con el mantra de la compasión Om Mani Padme Hum. Mi hija se burlaba de mí, como todos los niños se burlan alguna vez de sus padres al verlos como niños: “hay mami, no exageres, ¡solo es el Dalai Lama!”. Si ella supiera los méritos que uno debe obtener a lo largo de muchas vidas para recibir la fortuna de conocer a un Ser como él… Se repiten los ciclos de la vida, uno tiene que vivir muchas cosas, caerse, sufrir, comprender, volver a caer y levantarse tantas veces para poder volver a suavizarse y regresar a la naturaleza de la infancia con otra conciencia.
¡Gracias, su santidad, por caminar esta tierra! ¡Gracias por bendecirnos con tu sonrisa! ¡Qué digo tu sonrisa!
¡Tu carcajada eterna llena de sabiduría y perspicacia! ¡Gracias por tu infinita compasión que tocó mi corazón y lo abrió como gota de rocío sobre una hierba!
Om mani padme hum.
Escrito por Lluvia Ramya.